martes, 16 de septiembre de 2008

-Domingo por la mañana-


Domingo por la mañana en la parada del bus. Todas las señoras impacientes, emperifolladas y embutidas en coloridos sombreros aguardan para sorprender en la misa del padre Jonson.

Se suben al bus aparatosa y ruidosamente y recorren la cabina antes de coger asiento desfilando como en una pasarela. Entonces entra ella. Desapercibida y bajita. Da los buenos días al conductor introduce la mano en su desgastado bolso y rebusca el importe exacto en moneditas para pagarle y se siente enfrente mío. Es tan bajita que no alcanza el suelo y sus pies cuelgan de sus sandalias. Me mira y me lanza una sonrisa de cómplice. Pelo revuelto y grisáceo arremolinado en un moño con una orquilla desgastada de color amarillo. Deja el bastón sobre su falda blanca. No lo necesita. Está llena de vida y se le nota pero, aún así lo lleva como complemento imprescindible para alguien de su edad y para que en el caso de que todos los asientos estén ocupados le dejen uno.

Siguen subiendo feligresas cada cual más llamativa y rocambolesca que la anterior. Ella lo observa con gracia jugueteando con las cejas Las repasa a cada una de ellas con la mirada y esos ojos negros con centro blanco. Esos ojos traviesos llenos de vida.
Sonríe y se le marcan las múltiples arrugas y pecas de la cara. Los dientes blancos como teclas de piano.

Cuando todas las señoras han cogido asiento y empiezan a parlotear y a gritar para poder escuchar su voz sobre sus propios gritos, la anciana me vuelve a mirar divertida ante todo aquello.

Mete la mano en el bolsillo de su blusa azul oscuro descosida y llena de bolitas y saca dos caramelos de color beige. Se come uno y me lanza el otro a mí. Se lo agradezco con una tímida sonrisa.

Su lengua empieza a darle vueltas al caramelo ruidosamente. Sus ojos como extasiados lo observan todo y sus pies se balancean alegremente en la nada. A ambos lados tiene dos señoras hablando entre sí. Ella inclina la cabeza sobre su hombro mirando embobada la llamativa pamela roja de una de ellas. Vuelve a mirarme con una amplia sonrisa de oreja a oreja.

La siguiente parada bajan todas las señoras velozmente para coger el mejor sitio.
En cuestión de segundos el autobús se queda casi vacío exceptuando al conductor, a la anciana y a mí.

La iglesia donde van todas, es alta, inmensa, con enormes vidrieras y tan ostentosa que casi hace daño mirarla.

La anciana arquea las cejas irónica ante aquella Torre de Babel. El conductor dice por los altavoces el nombre de la siguiente parada y cierra las puertas. La anciana sigue mirándome divertida, con su sonrisa de blancos dientes que parece que brillan en su cara de color llena de pecas, su zarrapastroso moño y su animada mirada.

El autobús se para frente a una pequeña capilla de escasos 90 metros cuadrados. Muy simple: Cuatro paredes con tejado y una cruz blanca en lo alto. Parecidas a las capillas de carretera de L.A. pero con honestidad. En la entrada un gran cartel negro con letras color bronce y usadas en la que se lee: Saint María church.

La anciana levanta las cejas dirigiéndolas hacía la capilla. Salta de su asiento enérgicamente y sus sandalias casi no hacen ruido al tocar el suelo. Se agarra del bastón y empieza a dirigirse lentamente ayudada por el bastón hacia la salida. Baja el primer escalón y se me queda mirando. Me sonríe de nuevo y se dirige costosamente a la capilla apoyándose en el bastón.

Yo bajo la cabeza inclinándola hacia mis rodillas y agito la cabeza con sonrisa de cómplice.

De los altavoces suena mezclado con el sonido estático el nombre de la siguiente parada. Las puertas se cierran y empezamos a movernos. La anciana me mira a la entrada de la iglesia apoyada sobre su bastón, sonriendo. Cada vez se va haciendo más pequeña hasta que se acaba la calle y giramos en la esquina y su sonrisa desaparece en la capilla de Santa María.

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