jueves, 21 de enero de 2010


Ella se cortó los cabellos y de los cañones negros salientes de su cráneo escaparon las lágrimas que los ojos desterraron. Y fueron esas lágrimas las que acabarían rigiendo las mareas del nuevo mar que se aferraba en un abrazo de oso a las paredes del piso.
La mer, sus ojos, el vacío, el abismo, la caída del olvido.
Sus cabellos negros flotaban sobre balsas de sal.
Nadé hasta ella, le hablé al oído, sentí su frío contra mi pecho abierto en dos y le tapé los ojos.
Porque ella me miraba sin mirada, me hablaba sin voz.
Abrí la ventana. Hubo una cascada de agua salada sobre los ladrillos rojos. El nuevo mar era libre en el aire y la luz del sol de invierno se reflejó en la cascada. La luz se reflejó en sus ojos, y ella la guardó.
Entonces, dejaron de llover lágrimas sobre sus hombros, me habló con mirada y me susurró con voz.
Una lágrima se deslizaba desde su mejilla al hueco de su clavícula.

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