sábado, 8 de noviembre de 2008

Cuatro historias

Dormir es morir un poco cada día. Porque lo que no vives mueres. Yo no muero, digo existo, digo duermo. Escribo.

Escribo una historia:
La de un hombre que espera a Fortuna debajo de una farola. Llueve. Si la luz pudiera ser derramada caería a cascadas sobre su nuca. Mira un instante al reloj. Ha llegado pronto. Saca un papel arrugado y confirma la dirección. Tercera farola a la izquierda de la Taberna del Sol. Un niño surge de una calle lateral, le mira y se sienta a su lado.

Escribo dos historias:
La de un hombre que mira al reloj bajo una farola y la de un niño de alma azul. No tiene ni un antes ni un después. Simplemente está ahí. Solo existe. Se sienta en el suelo mojado, con las piernas cruzadas. Ha dejado de llover.
-Hola-dice el niño.
-Hola- responde el hombre.
-¿Cómo te llamas?
-…
El hombre se apoya en la farola y suspira. Si él mismo lo supiera…
Sólo recordaba una cafetería, por la mañana. Su alma decidió deshacerse de su identidad al llegar a la página de los crucigramas del periódico:
8 horizontal: tres. 4 vertical: farola. 14 vertical: lluvia. 2 horizontal: sol.
Y, por encima de todo ello, un nombre escrito a pintalabios: Fortuna.
16 horizontal: medianoche.
Y allí estaba, bajo la farola señalada a la hora señalada.
-¿No te gusta hablar?- insistió el niño.
-No lo sé.
-Ah.
El niño asiente pensativo. Lógico. Para él, todo es comprensible.
-¿Qué haces aquí?- le pregunta al fin el hombre, casi con dulzura.
-No lo sé.
Bajo la farola, el niño le ha contagiado un poco de su alma azul. Todo es perfectamente comprensible bajo esa luz azul claro.
-Ah.
El hombre se sienta contra la farola y cruza las piernas. El suelo está mojado y la luz se precipita sobre los dos. Son las doce menos cinco.

Escribo tres historias:
La de un hombre con un crucigrama como mapa del mundo, la de un niño sin pasado ni futuro, solo presente, y la de una farola.
Una farola que tras sufrir viento, lluvia y sol durante veinte largos años, parpadea un instante y muere, discreta. Es medianoche.
Sobre el cadáver de la buena farola se apoya el hombre, con la cabeza del niño, dormida, sobre su hombro. El hombre mira al reloj. Es medianoche. Mira a su lado. El niño, dormido, resplandece. Suspira.
Coge al niño en brazos, lo abraza y echa a andar. Van dejando un rastro azul por la calle negra. Azul.

Escribo cuatro historias:
La de la farola muerta, el niño dormido, el hombre verdaderamente afortunado y la de una mujer. Una presencia. Una idea que, sentada en un portal, observa como los dos personajes se alejan a las doce y un minuto. Es Fortuna, y, con los labios pintados en carmín, llega a la página de los crucigramas del periódico que sostiene sobre las piernas. Saca un pintalabios y firma. Sonríe.

Por eso no duermo. Porque si durmiera no miraría por la ventana, no vería ni a Fortuna ni a la farola muerta. No hubiera visto lo que ha pasado hoy a medianoche.
Moriría un poco más. Porque no observar es no sentir. No sentir es no vivir. No vivir es morir. Y dormir es no vivir. Dormir es morir un poco cada día.

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