sábado, 30 de agosto de 2008

Too much coffee

Nono entra todas las mañanas en el Café Gijón de la Castellana. Todas las mañanas, apoyando en su bastón sus arrogantes dieciocho lustros reflejados en las dieciocho muecas que él mismo talló pensando que así todo el mundo le creería cuando dijese su edad. Su consumición: un café solo y el periódico, es lo que el camarero le sirve en cuanto ve su encorvada silueta refunfuñona asomarse por la puerta del Café mientras con sonrisa casi burlona le suelta un “Buenos días Don Antonio” Y es que Nono simpre ha sido para todo el mundo Don Antonio, el distinguido abogado, para todo el mundo menos para ella, la mujer de la fotografía junto a la mesa de la esquina derecha del café, la mujer por la que suspiró en sueños y despertó en suspiros. Por eso todas las mañanas vuelve Nono al Café Gijón y clava la vista en una fotografía que a simple vista no es más que el recuerdo en sepia de ese mismo Café, el Café Gijón de Nono, y una foto borrada por dieciocho intreminables lustros.

Por la imagen amarillenta de un Madrid de la posguerra si uno se asoma bien, puede llegar a un Café donde con olor a tejados azules grisaceos le servirán un bohemio café au lait. Se trata del Café Madamme Clochard allá donde comienza o muere, según se mire, la Rue du Calvaire, famosa y sin embargo discreta pendiente del barrio de Montmartre cubierta por una escalinata con una farola raquítica, pero firme, cada cinco o seis peldaños. El Madamme Clochard esconde un indescifrable misterio. Dicen que en su interior las mujeres de rojizos cabellos ondulados de unos carteles del peculiar art nouveau de Alphonse Mucha robaron la mirada enamorada de la joven Pauline en décimo octavo cumpleaños. La chica de zapatos rojos y falda azul tristón, como los vestidos de las musas de Mucha, resbaló en los peldaños de la rue du calvaire al quedarse mirando con especial atención un gorrión que había hecho su nido en una de las farolas de la calle del calvario. El gorrión, de nombre Julien, le recordaba al hombre que un día le descubrió el arte de amar.

Y es que subiendo por la torpemente iluminada escalinata de la rue du calvaire y siguiendo siempre la mirada fija de los almendrados ojos marrones de las musas de Mucha se llega facilmaente a La Iguana, Café éste también y lugar de encuentro de dispares persanjillos de una futura urbe, si Dios quiere, con ambiciones cosmopolitas. Carmen sabe bien que lo mejor de este lugar son sus mesas de aluminio colocadas en la parte exterior junto a la puerta de entrada. Desde allí puede vigilar facilmente a Pintxo, el perro de un hombre de melana de plata gastada atada en una coleta más por comodidad que por sentido de la estética ya que hace más de veintiseis años que no se cambia de pantalones. Carmen no quiere que el mugriento can de ese hombre que se hace llamar Dodó engulla la comida de sus gatos callejeros. Tanto Carmen como Dodó, miran con una esperanza que sin dificultad enontraríamos en la oficina de objetos perdidos, el enjambre de tejados que se extiende a sus pies al fondo de un cantón en el que un sofá de terciopelo que en su día presumía de rojo carmín les invita a sentarse. Pero hoy, como cada tarde, ninguno de los dos osará perderse la maravillosa puesta de sol que se divisa desde el Café La Iguana. Carmen se despintará sus cejas de Edith Piaf pelirroja frente al espejo rayado de su apartamento en el Casco Medieval de la futura metropoli mientras con aire melancólico con sabor a café solo observará la foto de aquel hombre de ley que un día la quiso besar. Dodó, por su parte, jamás tendrá la valentía de bajar el cantón, sabe que aun precipitándose por él y rompiéndose la crisma poco a poco a golpes contra sus baldosines no recuperará lo que un día un gorrión con ínfulas revolucionarias le robó.

2 comentarios:

Ainara dijo...

Un bohemio café au lait en la Iguana para mí, por favor.

Antonio A. dijo...

Texto muy simbólico que después de haber visitado el café "La Iguana" con vosotros algo puedo descifrar.
Antonio A.