sábado, 24 de julio de 2010

El rastro

Yo me alejaba. Me escurría entre las baldosas blancas que cubría con viscosidad carmín. No podía evitar deslizarme desde su pecho hasta el suelo; cúmulo de gotas de vida derramada, desgarrada. Yo no quería hacerlo, pero no podía evitar que aquel corazón herido, aquel corazón taladrado por una recargable del 47 dejara de latir lanzándome con cada sístole a la inevitable superficie dérmica nunca explorada tan masivamente con anterioridad . Y seguía resbalando de su pecho al suelo, hacia la puerta, sin poder evitar el desnivel que me obligaba a cubrir la estancia de un rojo siempre violento, siempre terrorífico, siempre sinónimo de muerte por mucho que mi recorrido anterior a aquel hubiese sido la esencia de toda vida humana. Yo, sangre huyendo inintencionadamente de un cuerpo al que había protegido y amado, separándome de la persona con la que había convivido en simbiosis perfecta ¿por qué? Miraba atrás y cada vez veía más lejos lo que un día fue la vida que regué sin descanso. Me sentía moribunda yo también. Mi rojo pasión poco a poco se convertía en algo oscuro y oxidado en mi sombra hacia la puerta. La impotencia me consumía a medida que los latidos que me impulsaban se ralentizaban ¿qué podía hacer? No había vuelta a atrás. La estancia, un habitáculo irregular en el que apenas entraba el cuerpo que no hacía tanto recorrí incesantemente y con mimo, estaba ya cubierta toda por mi estela letal. La fuerza del corazón, apuñalado por un sonido atronador minutos antes, se apagaba y a escasos milímetros de la puerta tampoco podía oír ya el ritmo de la esperanza al que hasta ese momento intentaba aferrarme. Cuando aquella máquina decidiera dejar de trabajar definitivamente yo me vería obligada a firmar la jubilación anticipada. Pero no quería hacerlo, no debía hacerlo, no sin antes vengarme y puesto que la venganza sangrienta quedaba descartada por razones obvias me vengaría en sangre. Escaparía por el hueco de la puerta, alertaría a los vecinos, se haría justicia, el culpable no podía andar muy lejos y no debía quedar impune. Se trataba de mi cuerpo, mi hogar.

Entonces la puerta se abrió. Dos zapatos de tacón clavaron sus agujas en mí y en mi estela dejaron caer algo plomizo. La boca de la recargable del 47 acarició mi viscosidad contra las baldosas blancas y de ellas arrancó un rastro con un nombre: Margot.
Los tacones desaparecieron ataviados con la elegancia carmín de la que los había dotado y el revólver quedó a buen recaudo envuelto en mi manto mortal.
Margot, tú que me habías hecho fluir tan acelerada y apasionadamente ahora quedabas tatuada en mí sobre baldosas blancas testigos de tu rastro.
Margot...

3 comentarios:

Sergio Rejado Albaina dijo...

Inefable,como de costumbre.

Ainara B. Arribas dijo...

¡Poltergeist! ¿Qué ha pasado con el otro poema?

Anónimo dijo...

Lo he descolgado XD