lunes, 21 de septiembre de 2009

Confesión

Es la hora. La hora de admitir mi ya no presunta, pero absoluta implicación en la Secta.

Un día de esos en los que el cielo es un balde de pintura azul y el frío hace de nuestras manos trozos de porcelana enlazada tomé el maldito camino, odioso camino de baldosas rojas, desteñidas, que me lleva a la rutina. Salté por encima de todas y cada una de las bocas de alcantarilla, no fuera a ser que bajo el peso de mi humor de plomo se vinieran abajo. Evité cada rastro de primavera, cada brote verde, y posé mis ojos en la caída de las hojas de otoño, en los charcos embarrados, con la esperanza de ver en ellos algo más que melancolía absurda, el comienzo del fin de un año que se acaba. Comencé a ver realidad estática, perspectivas perfectas de la calle que se convierte en camino interminable que se convierte en túnel que se estira, que te transporta por…Por nada. El otoño comenzaba y la rutina era una carcoma hambrienta acurrucada en un recoveco de mi alma de madera.

Lo que yo no sabía es que se acercaba el fin y que ahora tendría el arma sobre la mesa, mis gafas circulares entre las manos y el papel de mi confesión ante mis ojos.

La Secta, como decirlo, ya todo el mundo sabe lo que es aunque nadie se atreva a nombrarlo. Filtros sea quizá la palabra clave. El mundo en su grandiosidad, en su imposible complejidad, hace daño. ¿Nos duele pensar en África?¿En el control de natalidad? ¿En la miseria? ¿En lo poco que queda de moral? ¿Nos duele tan solo pensar? No importa. Establecemos unos filtros que impiden que esa realidad dañina pase de nuestras retinas al cerebro y nos cause un cortocircuito. Pero eso, ya lo sabemos, no es la Secta. Eso lo hacemos todos y cada uno de nosotros. Ahora viene ese momento genial, ese destello de novela futurista. ¿Por qué no construir una sociedad donde los filtros sean compartidos? ¿Por qué no hemos de sentir todos lo mismo? Las mismas aversiones, los mismos miedos, las mismas negaciones….y arroparnos los unos con los otros en un aura de comprensión. ¡Era perfecto! Claro que fuimos unos pocos los que decidimos por primera vez ponernos las gafas circulares y negras y sentir esa unidad de visión, de pensamiento. Gafas, sí. ¿Cómo si no iban a ponernos los filtros? De alguna manera a esta primera fase de prueba del proyecto la llamaron la Secta. Éramos un grupo reducido, que poco a poco crecimos hasta no tener en común más que nuestras gafas negras…y una visión del mundo. ¿Qué más daba si forzada o no? Era unánime.

Ahora, casi todos formamos parte de ella, los nuevos avances han traído lentillas, asociaciones, colegios….ante la confusión, todos nos escondemos tras esos filtros que nos alejan de la realidad del mundo. Pero nunca nadie lo admitimos. ¿Cómo admitirnos miembros del rebaño? ¿Con el orgullo de una tribu? Las verdaderas revoluciones se hacen en silencio.

Pero aquella tarde que tomé la senda de la rutina y experimenté de nuevo el destello de melancolía barata de telenovela que acosaba mi mente encerrada en jaula de cristal, decidí deshacerme de las lentillas por unas horas y salir a cazar perspectivas, calles largas, caminos al futuro próximo, cielos de pintura azul. Porque tras las gafas el cielo es azul claro, las aceras están mojadas y sobre todo, nuestras manos nunca más serán bellas piezas de porcelana enlazadas. Nunca. Y echaba tanto de menos aquel siempre, donde los besos no son actos de pasión, sino de ternura, donde la vida nos es de color rosa, sino de azul Inglaterra. Donde hay algo más que el ahora. Donde un penacho de plumas aplastado en la carretera no es nunca un pajarillo muerto, sino un grito de guerra silenciado. Aquella tarde me quité, por recordar, los filtros de la sociedad, los cristales, y mi alma recordaba, herida y melancólica, sensaciones imposibles. Amor doloroso. Llorar con solo recordar un momento feliz. El sabor del cielo al anochecer. Lo imposible. La agonía de la realidad en otoño.

Poco a poco, llegaba la hora en la que tendría que volver a ver tras mi querido cristal, donde ya no sufriría con fuerza, donde todo era banal…Hasta que vi a aquel niño. Rubio, pequeño, resuelto y miniaturizado. Llevaba un jersey a rayas perfecto en unos pantalones de pana color crema-curso escolar el corte inglés. Estaba gritando. Tenía ocho años y gritaba, no chillaba, gritaba convencido y fuerte hacia sus padres, que paseaban por delante. Gritaba enfadado pero sereno, convencido. Y, con sus dos manitas de cuatro años cada una, se quitó las gafas negras de la cara, de un tirón. Los padres pasaban su mirada horrorizada del niño a mí, estúpido transeúnte en el estúpido momento equivocado, sin poder encajar esa escena, esa rebelión abierta al otro lado de sus ventanucos de cristal, sus gafas redondas, clónicas, montura negra. El niño, respirando agitadamente, sujetaba fuerte las suyas entre sus manitas que se amorataban sobre el cristal. Mientras, miraba al cielo. Me gusta pensar que con miedo a que le cayera una gota del azul sobre su pelo rubio, una gota del azul más fuerte que había visto nunca.

No me detuve a ver el final de la historia, corrí a casa, cerré las ventanas, tomé una hoja del escritorio y ecribí: Es la hora. La hora de admitir mi ya no presunta, pero absoluta implicación en la Secta.

Y ahora ya sé que no es solo la hora de admitirlo. Ahora que tengo la pistola sobre la mesa me dispongo a poner fin a este capítulo fácil en la historia de mi vida con un solo disparo.

PUM

Ahora las gafas están rotas, atravesadas con una bala de plomo. Y la realidad, mi confesión, yace escrita sobre la mesa. Pronto vendrán a por mí, pero para entonces…para entonces ni yo ni mi confesión estaremos aquí. Seguramente para entonces esté recorriendo, deprisa y hacia atrás ese caminito de baldosas rojas, desteñidas, que me llevaba a la rutina, y yo lo desharé entonces hacia lo desconocido.

O no. Ahora llaman a la puerta. Se han dado prisa. Por la ventana. ¡Corre!

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