jueves, 25 de junio de 2009

Muerte a medianoche

La campana del tranvía sonaba a lo lejos, coreada por las doce campanadas que marcaban la medianoche y un tintineo de cristal contra el suelo.

Eran unos pies tan finos que si hubieran pisado por encima del agua flotarían. Eran tan finos que parecían agujas de coser que, como un segundero con sobredosis de cafeína o un corazón acelerado por la inminencia de un beso, bajaban en cascada, deprisa, las escaleras del Distrito Norte. Esas enormes escaleras negras, ya sabe usted cuales le digo, las que cuando la niebla inunda el corazón de la ciudad parecen flotar sobre la inmensidad. Tranquilo, ahora voy al grano, me dejo de poesías, pero es difícil cuando se habla de este caso, comisario.

Ella llevaba unos zapatos de cristal, cómo los de Cenicienta. Pero ya me dirá usted, señor comisario, cómo iba a bajar las escaleras del Distrito Norte con ellos. Los dejó en los primeros escalones y continuó, ahora sus pasos eran golpecillos ahogados.

Ella llevaba una chaqueta de estrellas en el que se veía el infinito, los viajes en el tiempo. Pero ya me dirá cómo iba a bajar las escaleras hacia la ciudad con una chaqueta de sueños sobre viajes, con la crisis que se nos cae encima, el infinito para otro día.

Ella poseía unos cabellos negros que susurraban sobre el amor como combustible de la enorme maquinaria que es el mundo. El amor como verdad absoluta no es una manera apropiada de penetrar en esta ciudad, eso lo sabe usted bien, así que se cortó los cabellos y los dejó en la escalera número 24.

Su mirada, señor, gritaba, pedía a gritos un poco de originalidad y locura. Pedía vida, pedía arte, pedía sol y lo quería ya. Pero una mirada así siempre será ignorada aquí abajo, como si no tuviéramos otras cosas en las que fijarnos. Cómo si no tuviéramos nuestras propias necesidades y agujeros interiores que rellenar. Cómo si no nos valiese con nuestras propias carencias. Ella lo sabía, y dejó sus ojos en el escalón número 42.

Ella tenía un alma blanca, y le encantó como quedaría el blanco contra el negro de las escaleras. Porque aun guardaba en ella esa necesidad de ver, de sentir, aunque su mirada no lo dijese, aunque sus cabellos no lo susurrasen. Tomó su alma y la dejó en el escalón 60.

Siguió bajando, tambaleante, hasta que, en el último escalón, el 71, sus pies, tan finos como agujas de coser, pisaron por última vez.

Dónde antes estaba ella, ahora había una mancha de tinta.

-Estamos hablando entonces, de un suicidio.

-Señor comisario, dudo que la muerte de la Ilusión pueda considerarse un suicidio.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Cuando me has dicho que lo leyera con esa desconfianza no sé qué me esperaba. Es SUBLIME Ainara, y que quede por siempre aquí este comentario.

Una admiradora